La momificación del estigma
(Sobre el libro “Suponiendo la cicatriz como posibilidad de la herida” de Rebeca Álvarez Casal)
Óscar Pirot
Si atendemos a la concepción de Aristóteles de que todas las cosas son meras potencias que aspiran al acto de la perfección, el caso de la herida resulta peculiar, ya que su perfección radica, paradójicamente, en una imperfección: la cicatriz. La esperanza de la herida no se afinca en la certeza de su desvanecimiento sino en la posibilidad de su coagulación, en una marca que la piel reconocerá como un recuerdo tiznado de sangre. Más allá de esta frontera, existe otro terreno en el que la herida transgrede su condición orgánica para instalarse en un halo incorpóreo en donde se multiplica y adquiere proporciones incalculables. Este terreno, horizonte blanquecino en donde pululan nuestros fantasmas, es donde la cicatriz se nos presenta tan ajena como imposible.
Marcada por una fuerte condición existencial, que la acerca con destellos al lirismo filosófico de Cioran, e inscrita en la visión de aquellos quienes han concebido al hombre no como una criatura única y autosuficiente, sino como un fragmento marcado en busca de su unidad primigenia, la poesía de Rebeca Álvarez ausculta, con desgarro y frenesí, las llagas de una memoria tasajeada por la pérdida y el dolor, por la intemperie y el enclaustramiento. Traza una grieta en donde florece la decrepitación de lo vedado, el tumor oculto de una realidad en calma. Su poesía encalla no sólo en la vulnerabilidad del cuerpo sino en el cuestionamiento de la palabra como vehículo de salvación. Poesía de la reflexión y del desquicio.
Suponiendo la cicatriz como posibilidad de la herida está compuesto por dos secciones, La noche de perfil y Antes del aire, dos títulos que Cernuda hubiera aceptado como propios.
En La noche de perfil se conjuga una muestra de temeridad y sopor que nos remite a escenas de aislamiento y escarnio, de monstruosidad y ocultamiento, eso que Rebeca define acertadamente como “una serie de reflexiones esbozadas sobre lo siniestro”. El primer poema, Cuervo, se nos presenta como la escena inaugural de un ritual de iniciación; es el preámbulo que anuncia el desbordamiento de una estela simbólica inmersa en la quietud de una niña que duerme tumbada al sol sin percatarse del inquietante conjuro que la rodea. La cadencia de imágenes se suceden a manera de postal cinematográfica, en donde los elementos naturales forman una atmósfera de estremecimiento: “Hay un resto de noche de perfil/ despeinando muñecas/ cerca del mediodía./ Y de pronto abanica/ el aire que lo encierra/ y callan las chicharras un instante.” Este rescoldo nocturno encerrado en la figura del cuervo, ese resto de noche de perfil que desciende, no es una revelación sino el anuncio de un presagio escondido en un beso invisible, negado, que retarda el despertar de la niña: “tal vez (si le dejara) besaría sus ojos./ Pero la niña duerme,/ de momento el cuervo no es más que un pájaro”. Estos versos finales clausuran el estado de incubación de un símbolo: el del pájaro aguardando su metamorfosis en mensajero funesto, que amenaza con despertar a la criatura marcándola con el estigma de la inocencia robada.
Desde este primer poema se intuye el advenimiento de una herida que se prolongará a lo largo del libro, camuflándose en diversas formas: en un tigre, en la separación de unos siameses, en una princesa con sed de venganza, en un sepulturero, en un niña violada. Este juego de apariciones y desapariciones llevado acabo por la herida, se encarna en un reparto de personajes reales o ficticios, en los que el yo poético se desdobla en diversas perspectivas.
Los espacios que nos convida La noche de perfil se presentan como locaciones cotidianas que encierran una maleza de abandono y crueldad. La casa y el jardín, nos muestran el testimonio de una existencia desolada en la que el hombre ha dejado de ser, como si se hubiera despoblado de sí mismo, dejando los escombros de una vida malograda. En el poema, La casa tuerta, asistimos a un lugar desolado en donde sólo entran gatos, ratas y perros callejeros. La casa ha dejado de ser una cueva fecunda para convertirse en un sepulcro estéril infestado de intrusos rapaces, al que sólo los gatos finalmente tienen acceso: “Sólo ellos se acercan a la casa sin ojos;/ felices, hambrientos, ignorantes, cada vez/ más gordos”.
En su Poética del espacio, Gaston Bachelard dice que “La casa es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre”, esta apreciación se desmitifica en el poema y la casa reluce sin pensamientos, ni recuerdos, ni mucho menos los sueños de nadie. Una casa en la que se deposita la imagen simbólica de un útero lleno de escoria. En esta suerte de inanición, la herida resplandece en su total ausencia, sellando las ruinas de lo que antiguamente quizá fue un hogar.
La idea del aislamiento se bifurca instalándose también en el lenguaje. El poema, El acto de escuchar, es una aguda reflexión sobre el tránsito de un grito que perfora los ladrillos de una pared y deja su cadáver sonoro en el oído de quien lo escucha: “A veces parece/ que el grito sólo existe en el oído/ y que nada lo produce más allá de la oreja y las manchas de humedad.” El cuestionamiento de la palabra como portadora del ser se encierra en una paradoja: el lenguaje no da vida, pero es vida. Ecos que retumban en las paredes interiores, palpitación de un sonido huérfano que dice sin que tengamos la certeza de que alguien en realidad lo ha dicho. Una bala fría que quema el recuerdo.
El poema que clausura La noche de perfil es una recreación subjetiva, escalofriante y logradísima de una nota de prensa: la noticia sobre el caso del monstruo de Amstetten, el padre que secuestró y violó a su propia hija durante más de 20 años. Este poema trae a la memoria lo que los franceses llaman faits-divers (los sucesos) y del que varios autores, como el gran maestro del humor negro Félix Fénéon o el propio Le Clézio, se han nutrido para hacer recreaciones literarias a partir de notas de prensa. El detalle particular de este poema es que está escrito bajo la perspectiva misma de la víctima. Un desprendimiento valiente, una personificación inusual cargada de un patetismo psicológico que nos muestra uno de los rasgos más nobles y determinantes de la poesía: la empatía por el otro. La herida en estos momentos se ha hecho insalvable.
Un estado de penumbra y fantasía puebla los poemas de esta sección. La insaciabilidad mortuoria de una princesa o la pesadilla de un sepulturero, empañan la lucidez y nos sumergen en una suerte de duermevela, en donde la realidad cede terreno a lo onírico.
La segunda sección del libro titulada, Antes del aire, es la gestación de un duelo íntimo, el lacerante registro de una biografía amputada, la búsqueda de una ausencia doblemente ausente, el crepúsculo de la paternidad, el enfrentamiento no con la muerte, sino con el muerto.
Antes del aire está cohesionada por un Prólogo y un Epílogo. En el Prólogo, se nos devela una clave esencial para el desciframiento de la herida, esta calve es la del determinismo existencial: “Pero las almas que han sido torturadas parten de más lejos,/ su verdad se bifurca en el inicio;/ antes de la placenta, antes del mundo”. Estos versos nos revelan que la herida precede a la existencia, es una marca inherente al ser, o más aún, es el ser mismo. Lo que hemos concebido como herida ahora se nos presenta como algo más que una llaga, es ante todo un estigma. El juego de apariciones y desapariciones al que nos habíamos referido en La noche de perfil, antecedían este fulminante presagio. El estigma es la herida más allá de la herida, por eso la cicatriz es imposible, por eso el título mismo del libro no asegura, supone.
En Antes del aire no hay personajes superpuestos, es el poeta quien soporta el escozor de un tatuaje indeleble. Por eso recurre al enclaustramiento, a la embriaguez, al estallido de la conciencia. La figura de la oruga es el templo diminuto en donde el cuerpo se refugia y languidece: “Días de encierro en su alcoba, / clavándose al colchón, reblandecida y cada vez/ más blancuzca.”
En el poema, El alumbramiento de la mujer fatal, asistimos a la mutación de un dolor contenido. Una bestia recorre los adentros, “ese ser vivo poco hecho va a nacer y entonces todo será irremediable”. La niña que dormía en el poema Cuervo pareciera ser la antítesis de esta mujer fatal en potencia que “arrancará los labios con la cinta que los sella, / arrasando los resquicios de presencias/ del espacio en que la oruga se sepulta”. El cuervo ha besado los ojos de la inocencia dormida, el presagio de La noche de perfil se vuelve día, claridad hiriente, sangre luminosa.
El poema, El depredador y la noria, es un vertiginoso testimonio que sella el tormento interior del poeta frente a la figura de su padre. La incandescencia y el reclamo se apoderan de un lirismo frenético que refleja el dolor de una lejanía, de un abismo que dilapidó la fractura. Fractura que se hace evidente en el poema La neurótica mariposa sin alas: “Perderlo fue, siempre,/ la única manera de haberlo tenido”.
“Suponiendo la cicatriz como posibilidad de la herida” está hilvanado con reminiscencias de la muerte, la soledad, la violencia, la memoria. Pero el gran tema del libro es, a mi gusto, el de la escisión. En cada poema acudimos a una fractura, a un desmembramiento, a una frontera insalvable, a esa parte arrancada de la vida que nos asfixia, que nos hace sentir de algún modo incompletos, heridos. El poema que con más evidencia recoge esta idea central es el de Suponiendo la ausencia, que aquí reproduzco:
Suponiendo la ausencia
Mas las hormigas se dirigen hacia tus llagas y allí procrean sin descanso
Antonio Gamoneda
Las hormigas se dirigen hacia tus llagas y allí procrean sin descanso,
se dirigen hacia el lugar en que tu piel
fue arrancada de la superficie de mi cuerpo.
Siameses hilvanados por el abdomen,
o tal vez por la frente;
o por los labios. Las palabras
sólo pueden ser pronunciadas dentro del otro.
Distancia habitada por insectos sin luz, frías carcasas.
Devoran, aniquilan lo que a su paso encuentran.
Suponiendo en nosotros
la existencia de algo tan vivo que pueda morir.
Afluentes de hormigas,
entramado de venas horadando la cara oculta de la tierra.
Palpita,
cálida,
fluye,
se desborda de ti.
Bocas diminutas muerden gangrenando el adiós,
impidiendo al tiempo su función analgésica.
Suponiendo la existencia del tiempo para lamer las llagas.
Suponiendo la cicatriz como posibilidad de la herida.
Y suponiendo que la ausencia coagule rodeada de insectos.
En el poema resplandece la imagen de un siamés escindido. ¿Es la imagen simbólica de una separación existencial, divina o amorosa? En cualquier caso, nos remite a la pérdida de una naturaleza primigenia, a un adiós, a una ausencia, a una piel arrancada de la superficie de otro cuerpo. El verso “Las palabras/ sólo pueden ser pronunciadas dentro del otro”, nos devela la simbiosis de dos seres, la complicidad de dos cuerpos, uno de los cuales soporta el tránsito de las palabras y del tiempo, mientras que el otro yace en la cara oculta de la tierra. Ambas partes se quedan incompletas, y no por ello vacías. Cómo no recordar el famoso “Ni vos sin mí, ni yo sin vos” de Tristán e Isolda.
El tema de la escisión es el tema de la pérdida de la dualidad, el de la separación de un ser que anteriormente estuvo unido a nosotros y sin el cual no somos más que una amputación. Esta separación no necesariamente tiene que ser carnal, puede muy bien instalarse en el terreno espiritual y amoroso. Es un tema que la literatura occidental encuentra su génesis en la teoría de Aristófanes recogida en El banquete de Platón. Somos criaturas incompletas, seres escindidos de nuestra unidad primigenia. Aunque algunos autores románticos vieron en la figura de Cristo al primer huérfano, la orfandad es distinta de la escisión; ambas, sin embargo, se parecen en que ostentan un aislamiento. Pero mientras que la orfandad es un aislamiento de dos unidades, la escisión es el aislamiento de una misma unidad. Este hallazgo es el que Rebeca ausculta con un caudal poético vigoroso y abrasador. Cada poema es un bálsamo, un ensayo de momificación que intenta fungir como amalgama ante el desmembramiento del ser. El poeta no se siente huérfano, sino incompleto, es por eso que se lanza en busca de esa complementariedad que le fue arrebatada, oficiando el terrible ejercicio del desenmascaramiento de la realidad para dar por fin con ese trozo que le permita restablecerse como criatura dual: “¿Altar o sacrificio?”.
En el lúcido y revelador prólogo de Julieta Valero, leemos: “Escritura generosa sobre la condición estructuralmente lastrada de quienes has sufrido sobremanera, antes y más allá de la ración que nos está reservada naturalmente, y escritura necesaria para enfocarnos sobre esa alienación circular que forma parte de la vida de cualquiera”. Esta aguda reflexión sobre el dolor, tiene un cierto parecido con una reflexión de Cioran: “A pesar de que deseen restablecerse, quienes sufren larga e intensamente se sienten siempre obligados a considerar como una pérdida su probable curación”.
Teniendo en cuenta ambas reflexiones y habiendo hecho un breve recorrido por algunos de los puntos álgidos que palpitan en el libro, nos queda tan sólo suponer que la herida encontrará su apaciguamiento en la momificación de su estigma, en hallar esa parte restante -¿el amor, la infancia, la reconciliación, la inocencia, el perdón…?- para restablecer su originalidad. En la mayoría de estos poemas se advierte esa intención. Cada página es una herida ávida de glóbulos y letras, una llaga embalsamada pero fresca e infestada de dolor.
Tal vez (si le dejara) besaría sus ojos. Tal vez la poesía es también un estigma.
*Nota: Texto leído el jueves 2 de diciembre con motivo de la presentación de Suponiendo la cicatriz como posibilidad de la herida. Casa del libro, Gran vía, Madrid, 2010.
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